Y llegó
el día. Desde pequeño este lugar me había llamado muchísimo
la atención; recuerdo que en aquellos mareantes viajes a Algeciras
en el “coche de la hora” siempre me fijaba
en ese terreno tan alto, con esas antenas y que en la mayoría de las
veces estaba instalada una nube perpetua. Siempre pensé que desde
esa zona debía de haber buenas vistas y como más tarde contaré, no
me equivocaba en absoluto. La
mañana estaba brumosa, con poniente moderado; esto, en estos lares
es cosa extraña, ya que este viento suele actuar a modo de escoba y
limpiarlo todo. Quizás los días anteriores, calurosos y soleados
habían condesado el agua del mar y eso produjo esa neblina.
Me
dirigí al punto de partida que, como siempre, era la parada de
autobuses de Tarifa y me sorprendió la cantidad de gente que se
había animado a participar. Eran más de 20 personas. Ya en el
camino, los cantos de los pájaros nos acompañaban. Entre los pinos,
testigos de nuestra marcha, los pinzones, carboneros y petirrojos
lanzaban sus piropos a las hembras haciendo un llamamiento a la
procreación. Una abubilla hizo su aparición con su llamativo
plumaje, de pino a pino, dejándonos su destello como un flash de
cámara. Se notaba la humedad del ambiente, el río se sentía
cercano y los alcornoques festejaban porque este año no tendrían su
sesión particular de descorche.
Echando
una mirada a Tarifa, se podía adivinar el manto de bruma que
avanzaba hacia nosotros y que, como por arte de magia o por ¿quién
sabe?, a lo mejor existía un muro de metacrilato a la altura del
mesón de Sancho a modo de parapeto... la bruma se resistía a
alcanzarnos. Pero
no duró mucho, subiendo por El Palancar hacia el puerto del
Viento, la neblina nos tragó. Supongo que quería que todos
sintiéramos por unos instantes lo que era el auténtico ambiente de
esos lugares y nosotros allí, nos tuvimos que abrigar y sin faros
antiniebla no veíamos a más de cinco metros de distancia. Bonita
estampa la de un rebaño de ovejas en la niebla con ese efecto
gausiano. Había algunos árboles con pose de contorsionista,
doblados por el fuerte levante que normalmente azota ese lugar, ¡por
eso lo llaman el puerto del viento! Estuvimos envueltos en la niebla
solo por unos instantes, porque pronto se disipó. Hora de repostar y
descansar un poco, de tomar fuerzas con la fuente de testigo.
Durante
la subida por la pista hacia el Tajo de las Escobas salió el Sol y
tuvimos que volver a quitarnos alguna capa de ropa. Y es que este
invierno está siendo un poco raro en cuanto a tiempo se refiere. De
brezo en brezo, de pinar en pinar, íbamos ascendiendo, envueltos en
una conversación con los compañeros para así hacer más llevadera
la subida. Aunque después habría más. Una señalización nos
avisaba que estábamos en zona de reserva y de alta protección
medioambiental: nos acercábamos a los Llanos del Juncal. De repente,
la vegetación cambio y los pinos fueron sustituidos por quejigos.
Sólo quejigos. Quejigos que a través de su madera susurran
historias del pasado. Aquellos hombres que un mal día vinieron con
sus hachas y les arrancaron sus troncos, sus ramas, extrajeron su
madera y los apartaron de aquel lugar. Al ser convertidos en barcos,
conocieron mundo y surcaron los mares formando parte de aquellas
empresas del viejo imperio en ultramar. Festejaron el ascenso y
sintieron la decadencia del poderío naval español. Una vida de
luces y tinieblas. Otros vieron como el progreso los convirtió en
madera para casas y traviesas para las vías del tren. Y muchos más
sirvieron para calentar a miles de criaturitas que ponían la “copa”
en sus hogares durante la fría y dura postguerra española. Un buen
día, como el que no quiere la cosa, no los molestaron más. La mano
del hombre les dejó algunas marcas, crecieron con formas un poco
extrañas pero ahora, sus ramas y sus entrañas sirven como posaderos
y casas para búhos y lechuzas que viven en la noche eterna. Ahora
disfrutan en ese silencio solo interrumpido por la lluvia, el viento
y grupos de senderistas que, como nosotros, paseamos junto a ellos. Y
hasta se ruborizan y se sienten orgullosos al ver que a veces
hablamos de ellos y contamos sus historias.
Como
antes comenté, aún había que seguir subiendo un poco más. 851
metros que merecieron la pena. El paisaje era muy bello. Y ahora
tocaba bajar y repostar energías con un almuerzo en el campo.
Festival gastronómico de nuestra tierra: tortillas de patatas,
filetes empanados y hasta un codillos hispano-alemán que dejaría
muerta a la Merkel. Y el descanso merecido, ¡a más de uno nos
hubiera gustado quedarnos allí!
Pero
tocaba continuar y atravesar la verja verde donde un estrecho camino
cruza por un espesísimo bosque que parece sacado de los cuentos
populares que a todos nos contaron de pequeños. En este punto dejé
volar a mi imaginación y di rienda a mis sentidos.
La
salida de ese lugar marcaba el descenso en nuestra ruta y la vuelta
hacia el punto de partida. Tras subir por el cortafuegos, vimos las
mejores vistas de la bahía de Algeciras y alrededores: toda la
espesura viva de la zona del río de la Miel con sus Esclarecidas y
el Algarrobo. Llama mucho la atención el contraste con la cercana
ciudad de Algeciras y es que, la civilización y el progreso han
hecho estragos en muchos lugares.
De
repente ya estábamos bajando a través de un camino serpenteante,
con mucha piedra suelta que a alguno le dio un pequeño susto y sin
apenas darnos cuenta, volvimos a ver la zona del punto de partida.
Tras cruzar un pequeño bosque de eucaliptos llegamos al final de la
ruta. Un bando de milanos negros que acababa de cruzar el Estrecho en
migración postnupcial fue el último regalo que recibimos de la
madre Naturaleza. Y es que, ¿saben una cosa? Aquel día me sentí
muy feliz por conocer el lugar que tanto me llamaba la atención
desde pequeño, subir a las antenas, a lo más alto del Campo de
Gibraltar. Ahora creo que el mayor valor y belleza está en el todo:
toda la convivencia, todos los paisajes y todo lo que sentí durante
el trayecto.
“Cuando
bailas, tu objetivo no es ir a un lugar determinado de la pista.
Es
disfrutar cada paso del camino”.
Wayne
Dyer.
RUTARIFA.
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